Son muchas las ocasiones en las que se repite la eterna pregunta; ¿Y esto, vale algo? Es tan amplio el abanico de respuestas que el mero hecho de intentar enumerarlas resulta sumamente arduo. Está claro que las modas generan business, pero donde reside la fórmula secreta del éxito que nos indica en valor seguro al que los inversores deben apostar.
Si nos paramos a analizar el portal ArtPrice.com en cuanto a los resultados obtenidos por el arte contemporáneo en la pasada campaña del año 2018, podemos decir que los datos son concluyentes; el valor de las obras de este movimiento ha aumentado un 88% desde el año 2000, con una media de un 3,5% de plusvalía anual. Ante este escenario, al que continuamente se incorporan nuevos actores con un gran número de obras a sus espaldas, no podemos más que valorar el plan de ataque, billetera en mano, de abalanzarnos sobre las mejores piezas, con el fin de captar la mejor inversión posible para satisfacer el deseo de ver nuestra colección cada vez mas surtida de estos nuevos talentos tan rentables.
Pero no es oro todo lo que reluce, existe un 40% de artistas contemporáneos cuya rentabilidad desciende inexorablemente. Es en ese momento donde el valor estético, ya sea como consuelo o como el principal motivo de la inversión, cobra un especial valor.
¿Dónde termina el estricto valor pecuario de una obra de arte para dar paso a la supremacía del valor estético? El valor estético, basado en la percepción personal de cada individuo traducido en ciertas preferencias, válidas tanto para él mismo como para los de su entorno, aunque dichas preferencias no tienen por qué ser compartidas entre ellos, puede traducirse en un valor estrictamente personal, cuyo valor económico es meramente representativo, pero sin saberlo, aquellos coleccionistas guiados por el gusto estético provocan una variación significativa dentro de un mismo estilo o movimiento artístico.
Recientemente Artnet publicó un estudio que revela la influencia directa del color mayoritario de la obra de arte sobre el precio de remate en subasta. Por ejemplo, en el caso de la pintura no figurativa, los colores rojos y azules superan al resto en volumen de negocio, pero cuál es el más valioso; aquel que transmite lujo, elegancia o pasión, de quien busca representar a través del arte una cierta categoría social con un color como el rojo, o el azul, símbolo de la tranquilidad, paz y sabiduría, como también de status, recordando la época faraónica en al que este tono se obtenía del lapislázuli, lo que lo convertía en uno de los pigmentos más costosos de la antigüedad. La relatividad de estas afirmaciones es evidente, como el cálculo de su valor.
La búsqueda del valor de lo incalculable es una de las estrategias de aquellos inversores ansiosos de apuestas de valor seguro, pero el gusto estético tiene sin duda un peso lo suficientemente notorio como para influir en el remate de una pieza, y no solo el color, sino también otros tantos que completan el abanico sensitivo del individuo.
El valor del arte es muy subjetivo actualmente, podemos convertirnos en unos inversores voraces guiados por la rentabilidad “asegurada”, o dejarnos llevar, en parte, por el gusto estético. De una forma u otra, dando rienda suelta a lo impredecible que caracteriza a este mercado, donde los pronósticos fallan y el marketing cubre al artista con su velo de misticismo.